Bubierca
Página no oficial de Rodolfo Lacal |
Cuento baturro
Con la de tu puerta (aunque sea manca o tuerta)
Feliz aquel que no ha visto más cielo que el de su patria y duerme anciar o a la sombra do, pequeñuelo, jugara
Cuando yo miré pasar rápidamente por delante de la ventanilla, los hitos que demarcan el territorio de la provincia de Zaragoza, cuando me sentí ya dentro de Aragón, comprendí a D. Enrique de Trastámara descabalgando en la entrada de Castilla para besar el suelo de su patria. Descubríme lleno de alegría y grite involuntariamente: ¡Mi tierra!
Por dicha, nadie pudo reírse de mí entusiasmo inocente, pues, desde Jadraque, venia yo completamente solo en todo aquel coche de tercera clase; no me desagradaba hasta entonces aquella soledad; yo detestaba los usuales tipos de viajeros que por esa línea pululan; el madrileño achulado, el jayán de la vega de Jarama, el alcarreño palurdo, o alguno de esos gordos y pacienzudos hacendados de la provincia de Guadalajara, con sus grandes pantalones de pana, su chaquetones pesados, sus capas con la esclavina hasta la cintura y sus grandes sombreros de alas anchísimas y desmayadas. Mejor quería yo estar sólo que acompañado por gente que no fuese de mi tierra. Por otra parte, compañía o soledad eran siempre para mí, que, de continuo iba asomado en la ventanilla mirando pasar la llana vega jarameña salpicada aquí y allí por cuadriláteros verdes de matices varios, las edificaciones de Alcalá, Guadalajara y Sigüenza, capítulos de historia vieja trazados con ladrillo y mampostería, o los desfiladeros entre montes cuyas faldas están erizadas por grandes piedras sueltas, las cuales ni aún tienen fuerza para caer del todo en aquel cadáver de paisaje.
Después de pasar la raya de Aragón recobré la alegría; ya vi sin disgusto cómo, de la estación de Bubierca, subían en el departamento contiguo del mío -el cual era de testero- dos hombres y una mujer. Uno de aquellos era viejo; el otro joven e hijo del anterior, según lo demostraba el tratamiento que le daba al hablarle. Era el mozo en cuestión de faz aniñada por la rasura de la barba y del bigote; tenía cara de buena persona, de hombre sencillo. La mujer no era hermosa; era del montón de las rurales; tez curtida, color sano, las manos algo bastas al parecer pero no grandazas ni mal formadas; sus ojos pardos, sin tener nada excepcional, eran lo mejor que de aquella figura podía apreciarse.
Los dos jóvenes, por el modo como se miraban y departían, pareciéronme recién casados; pronto me convencí de que eso debía ser; asomaronse los dos por la misma ventanilla; iba yo en otra del mismo lado, y, mirándolos de reojo, vi que su conversación era una serie continuada de besos y de mimos; el viento, más indiscreto aún que yo, traíame al oído el rumor de sus palabras, y había en ellos «¿me quieres?» cada reproche embustero de «¡quita cansau!» y cada «¡maña mía!» espontáneo y sincero que alegraba el alma.
(y sigue el relato sin citar más a los bubiercanos ni a Bubierca)