Bubierca
Página no oficial de Rodolfo Lacal |
Las
gravisimas inundaciones del río
Jalón
en septiembre de 1895 pueden ser contadas en base a los telegramas y cartas que
los periódicos
recibían
cada día
sobre sus efectos, o pueden ser contadas agrupando las crónicas
del corresponsal que El Liberal envió
a la zona en cuanto se supo de la tragedia. Es esto último
lo que a continuación
transcribo: las crónicas
que Ernesto López,
redactor de El Liberal iba enviando desde la zona y se iban publicando. De
momento no voy a hacer comentarios propios. Los añadiré
en un par de semanas cuando tenga mejor digerida toda la información
que en esos artículos
se transmite. Si alguien quiere hacer comentarios para que los añada,
serán
bien recibidos.
El
Liberal 26 de septiembre de 1895
Anoche
salió
para visitar los principales puntos inundados de la linea de Zaragoza, nuestro
querido compañero
de redacción
D. Ernesto Lopez.
El
Liberal 27 de septiembre de 1895
LAS
TORMENTAS
EN
ARIZA
(De
nuestro redactor corresponsal)
Contra
lo que esperábamos,
vinimos anoche hasta Ariza, en vez de detenernos en Arcos. Llegamos a las dos y
pico de la madrugada. Desde Arcos hasta aquí
la locomotora vino muy despacio, deteniéndose
a menudo, registrando y reconociendo la vía,
cuyas cortaduras recientes apenas han sido arregladas y puestas en
disposición
de que puedan circular los trenes.
Éstas
cortaduras de todo este trayecto han sido de consideración
escasa.
Una
en el kilómetro
181, en Arcos, que se arregló
enseguida; otra en el 198. Esta fue importante. El agua arrastro la
vía
a una distancia de 168 m. Por fortuna, no quedó
muy destrozado el terraplén
y ayer mismo pudo ser reparada la avería.
Dónde
ésta
es realmente grande, y muestra la fuerza y el empuje de las aguas, es
aquí,
en Ariza, a dos kilómetros
y pico de la estación.
Cuando
llegué
yo anoche me dieron algunas impresiones, que no sirven para formar idea de lo
que la cosa es en realidad.
El
jefe de estación,
D. Ignacio Zúñiga,
ha sido para mí
una providencia, y el jefe de sección
de vía
y obras, D. Cristóbal
La Huerta, otra; y el dueño
de la fonda de Ariza y del balneario de San Roque, D. Manuel González,
otra.
La
primera, el jefe de estación,
me acompañó
anoche mientras cenaba y me prometió
facilidades para mis excursiones de hoy, y luego, a las cuatro, me
metió
en un coche de primera, donde me dormí
como un lirón,
para que me despertaran a las 5:30 y me dispusiera a montar en la máquina
que ha ido a la cortadura.
Salimos
a las seis; En la locomotora íbamos
el jefe de sección
Sr.La Huerta, un hijo de éste,
el maquinista Sr. Heredia, el alcalde de Ariza, Sr. Santa Úrsula,
el asentador Muñoz
y yo.
Marchamos
después
sobre los raíles
descarnados y por en medio de la extensión
fangosa, llena de légamo,
de charcas, de de ramas y de piedras y de troncos.
A
nuestra izquierda, y a un costado también
de la estación,
quedaba esta tierra del baldosín,
Ariza, que con sus casas puestas pintorescamente en la falda de un cerro, puede
reírse
de todas las crecidas del Jalón
y de todos los desbordamientos del Pellejero, barranco de ordinario, riachuelo a
veces, torrente en estos días,
que ha abierto ahí,
en la línea,
el boquerón
enorme. A la derecha vemos campos medio arrastrados; y A la izquierda otra vez,
más
adelante, el bosquecillo junto al cual está
la cortadura.
Al
llegar al kilómetro
208 hallamos hondonada
de ésta
y a un centenar de los baturros de Blasco, que acarreaban tierra en unos cestos
para llenar el hueco hecho por las aguas. Es casi inconcebible la labor que ha
hecho la corriente. Para cruzar el Pellejero hay un puente de fábrica,
por cuyos ojos pasa el caudal de aquellas.
La
noche del 23 la riada impetuosa trajo, no sé
de dónde,
unos troncos grandísimos
y los arrojó
contra el puente, obstruyéndole
el paso. La mampostería
resistía,
y las aguas, buscando la salida, dieron un empujón
hacia adelante, y por delante se llevaron el terraplén,
continuación
del puente, dejando esta boyanca de 25 m de larga y de ocho de profundidad. Las
tierras y las piedras del terraplén,
los raíles
y las traviesas, fueron a parar a más
de 2000 m de distancia.
El
puente también
ha sufrido. Las aguas destrozaron la coronación
y un trozo de muro.
Por
muchos esfuerzos que se hagan y por mucho que se trabaje, la vía
no podrá
estar recompuesta hasta el 28. El ingeniero piensa en ver la forma de echar un
puentecillo en el barranco, para que se hagan los transbordos; pero esto es muy
difícil,
porque el terreno está
muy malo, y aquí,
además,
no hay los coches que harían
falta.
Después
de esta visita hemos retrocedido a Ariza en la misma máquina
y con las mismas precauciones. Son las ocho, y dentro de una hora
saldré
para Alhama, en un carruaje del Sr. González.
Aquí
es donde el agua, según
me dicen, ha hecho horrores, y salvo la falta de desgracias personales, la
inundación
ha recibido el carácter
de una catástrofe
verdadera. Medio pueblo está
destrozado y hundido, y sólo
un balneario ha escapado sin daño
y sin desperfectos. De Alhama iré
en caballería,
las únicas
que pueden transitar por esos sitios, a Buvierca, y luego regresaré
aquí
para irme a Santa María
de Huerta, donde también
hay algo que hacer.
Ernesto
López
El
Liberal 28 de septiembre de 1895
LA
COMARCA INUNDADA
CONFERENCIA
TELEFÓNICA
Zaragoza–Madrid
(DE
NUESTRO REDACTOR CORRESPONSAL)
Zaragoza
27 (10,50 n.)
El
jueves 26, a las ocho de la mañana,
salimos de Ariza. Ibamos a Alhama.
Los
campos que se extienden junto a la carretera presentaban aspecto
desolador.
Todo
ello era una masa de légamo
apelmazada, compacta, que denunciaba la importancia de la inundación
y la ruina total de los labradores.:
El
día,
hermosísimo,
sin nubes, parecía
indicar el término
de las tormentas. El Jalón
corría
a nuestra derecha, casi sin agua, pareciéndose
al Manzanares, como si en su vida hubiera roto un puente.
A
las once de la mañana
atravesamos el pueblecito de Contamina. Este, como su vecino, que
habíamos
pasado antes, estaba completamente lleno de fango y lodo. Las casas han sufrido
poco; los campos se han perdido por completo. Pero el espectáculo
desolador, conmovedor, espantable, es el que ofrece Alhama.
Corre
el Jalón,
por un cauce artificial de piedras, algunos metros sobre el pueblo. El 23,
día
de la inundación,
se desbordó,
cayendo, no como torrente, sino como masa de agua, tupida, compacta,
inmensa.
Todo
el pueblo se inundó
en un segundo; todas las casas se inundaron, alcanzando las aguas una altura de
cinco metros. Las gentes pobres, despavoridas, abandonaban su casucha de tierra,
dando alaridos, huyendo a refugiarse en la montaña.
Los
balnearios Lerma y Guajardo inundáronse
en un segundo. La guardia civil, con gran heroísmo,
entraba en los balnearios con agua hasta el pecho, y en sillas, sobre sus
cabezas transportaban a los bañistas.
Cuando
las aguas subieron demasiado, los bañistas
tirábanse
de los balcones, recogiéndolos
de abajo.
Los
destrozos son imponderables en los balnearios Guajardo y Lerma, que
están
inundados y sus jardines arrasados.
En
la iglesia quedaron arrancados los tableros del altar, los confesionarios, las
puertas, las imágenes,
todo.
Yo,
esta mañana,
al entrar en el pueblo, vi una masa inmensa de hombres y mujeres medio vestidas,
sacando fango de las casas y procurando quitarlo de las calles, que no eran
calles sino barrancos peligrosos, profundos, de tal manera el agua
destruyó,
rompió
y lo aniquiló
todo.
Milagro
patente ha sido que no mueran cientos de personas. Con abnegación
imponderable, las autoridades prestaron desde el primer momento toda suerte de
auxilios.
El
gobernador de Zaragoza, Sr. Martínez
del Campo, acudió
con los diputados provinciales, los médicos,
el presidente de la Cruz Roja, Sr. Selma, médico
distinguido de Zaragoza y el personal a sus órdenes.
Repartieron socorros, 250 pesetas y ropa. En Ateca dieron cien prendas de ropa.
En Alhama otras cien.
En
Ateca encontró
el gobernador al obispo de Tarazona, que dio 200 pesetas para el pueblo, 200
para Alhama, y vino aquí
con el gobernador, marchando el obispo ayer.
Al
llegar yo a Alhama me hospedé
en el balneario de San Roque, propiedad del Sr. González,
que estuvo deferentísimo
conmigo.
Aquí,
donde no llegó
la inundación
por ser sitio elevado, vi al gobernador, marchándome
a caballo a recorrer los alrededores, y volví
a la una de la tarde. Mientras almorzaba el gobernador, me llamó.
Díjome
que se marchaba a las dos de la tarde, dejando constituida una Junta de socorros
formada por el alcalde, el juez municipal y el cura, para repartir los auxilios,
más
de 500 pesetas del Ayuntamiento de Zaragoza, cuya mitad correspondía
a Alhama y la otra mitad a Ateca.
El
gobernador me preguntó
lo que pensaba hacer. Díjele
que marchar a caballo a Ateca y demás
pueblos inundados.—Le
alcanzará
a usted el agua—
dijo. —Esta
el día
hermoso—
le contesté.—Esta
tarde -repuso- tendremos temporal; véngase
conmigo. Acepté.
A
las dos de la tarde subimos al carruaje. Camino de Buvierca, y cerca de este
pueblo, el cielo se encapotó
y empezó
a caer una lluvia enorme, colosal, sin medida; nuestro carruaje
parecía
hundirse bajo el peso de la lluvia. Veíanse
a nuestro lado cortaduras enormes en la vía
férrea,
donde las brigadas de obreros que trabajaban huían
espantadas.
Por
las montañas
bajaba el agua, no digo a torrentes, no hago comparaciones, no digo nada, sino
que bajaba el agua con rapidez, en cantidad que no puede comprenderse sino
viéndolo.
Llegamos
a Buvierca y nos refugiamos en los andenes. El tren estaba próximo
a salir para Zaragoza. Había
bastante gente.
Próximamente
a las cuatro de la tarde se oyó
un grito espantable. ¡El
barranco baja! ¡El
agua viene! Y se vio en las montañas
que rodean el pueblo masas enormes de agua que corrían,
trotaban, galopaban, crujían
como cosas conscientes dispuestas a tragárselo
todo.
Las
escenas no puedo narrarlas. La gente corría
en todas direcciones; unos gritaban, otros lloraban, otras se desmayaban.
Algunas mujeres hincábanse
de rodillas, dando cara al torrente, como suplicándole.
Otra
muestra rara del modo de ser de estos campesinos. Olvidábanlo
todo para intentar salvar un cerdo o una vaca. ¡Qué
desolación,
qué
espanto, qué
débâcle!
Todos gritaban, todos corrían
en todas direcciones; nadie sabía
qué
hacer.
El
gobernador era el único
que con el Sr. Selma, médico
de la Cruz Roja, no perdía
la serenidad y poníase
ante el peligro. Viendo éste
inminente, el gobernador dio un grito: ¡Al
tren!, intentando salvar las vidas que se pudieran.
No
olvidaré
nunca ciertos cuadros; no olvidaré
nunca la expresión
de espanto de la hermosa y distinguidísima
esposa del Sr. Selma.
Los
niños
y las mujeres eran metidos a empujones en el tren. Muchos niños
fueron embarcados, y sus madres, que no cabían
ya, quedábanse.
Hubo escenas horripilantes.
El
gobernador subió
el último,
cuando el agua nos lamía
ya los pies, y el tren partió,
huyendo, silbando, como espantado, mientras aún
se oían
los gritos de la gente del pueblo. Corría
el tren, pero más
corría
el agua, que nos alcanzaba y nos rodeaba. Al entrar y salir de los
túneles
veíamos
torrentes encima.
En
el puente de Terrer, el caudal de agua que nos sigue es enorme.
Llegamos
a Ateca esperando refugiarnos allí.
Es imposible. La inundación
aquí
también
es mayor que la de días
anteriores. Hay que irse.
El
gobernador dispone que el tren parta; él
se queda. Dispone que se vayan todos menos la guardia civil. Dispone
también
que la Sanidad se vaya, puesto que el agua se llevó
la ambulancia en Buvierca.
Selma
y yo no queremos venirnos. El gobernador nos ordena partir, y que Selma vaya a
Zaragoza por material sanitario.
—
Usted –me
dice a mi, pues quería
telefonear desde Zaragoza–
váyase
al teléfono.
Parte
el tren, y hasta Calatayud nos sigue el agua.
Ernesto
López.
El
Liberal del 1 de octubre de 1895
LA
COMARCA INUNDADA
(POR
CORREO)
Zaragoza
28
¿Detalles?
No puedo dar más
de los pocos telefoneados. La desgracia no sabe inventariar, ni especifica,
aplasta. Y esto ocurrido en esos pueblos sin ventura, Ariza, Alhama, Cetina,
Contamina, Buvierca, Ateca, Calatayud, antes que el inventario, que necesita
tiempo, y que la clasificación,
que pide tranquilidad y espacio, reclama la compasión,
que es obra de un instante; llama a la caridad, que es obra de un
minuto.
Yo
diré
algo de cómo
ese Jalón,
esterilizador o germen de frutos y desdichas, según
las lluvias y los tiempos, ha podido hacer en un segundo, de una comarca tan
feraz, una región
tan desolada.
Nublóse
un día.
Los campesinos, en espera del Dios a quien suplican una protección
siempre esperada, pensaron que una lluvia fructuosa iba a enriquecer los frutos
que en las riberas del Jalón
hacen ondear las hojas siempre verdes sobre los troncos siempre
erguidos.
No
recordaron, no, las gentes de estos campos, que el agua que fecunda
cámbiase
muchas veces para ellos en alud tormentoso, y que el torrente mismo que engorda
los perales, si trae mucha fuerza, arrasa los sembrados de patatas, y los de
maíz,
y los de cebolla, y los de trigo.
En
los sembrados hacíase
la labor sin descansos y sin miedos. El buey araba, el labrador cavaba, la
tierra entera era objeto de los cuidados y los mimos con que a toda Naturaleza
productora de tierra o de carne, se la cuida en los dí
que anteceden al parto, sin que sospeche nadie que la criatura hermosa o la
cosecha espléndida
pueden descomponerse y arruinarse por los horrores de una crisis en las
desesperaciones de un aborto...
Y
así
fue, sin embargo. El sol que matizaba las hojas dejó
puesto a las nubes que ensombrecen la tierra, y la lluvia vino, y los barrancos
vomitaron agua, y las vertientes inventaron ríos,
y la labor de meses perdióse
en un segundo, y el campo fecundado con gotas de sudor fue anulado y perdido con
torrentes de agua...
En
Ariza fue poco. Poco, porque en los casos estos toda persona debe convertirse en
aquel rey de Francia que se hallaba contento en la derrota, porque salvaba en
ella la vida y el honor; y Ariza, que perdió
sus heredades, ni perdió
sus casas, ni perdió
sus vidas.
¡Pero
Cetina, Contamina, Alhama!...
Por
la carretera rota, llena de hendiduras y de baches, se veía
la extensión
del campo inmenso convertido en fango. Los caseríos
hundidos hallábanse
sin gente, las chozas en ruina danzaban a pedazos por donde quiso llevarlas la
riada; el légamo,
cubriéndolo
todo, había
sucedido a la flor que todo lo adornaba, y el agua malsana que calaba la tierra,
había
podrido las raíces.
El
mayoral de mi coche, gran filósofo,
gran hablador, gran labrador y gran cochero, decíame
cada cinco minutos, después
de emplear diez por lo menos en preguntarme por Morote:
—
Créame
rediós,
esto sá
perdío.
Miusté
qué
campos, miusté
la labraición.
Ná,
que la Providencia mus deja. La
Pilarica ya no se acuerda de nosotros porque diquí
a diez años
en este campo no se coge una papa.
Y
como yo le dijera:
—
Ya se arreglará
todo; ya se desecará
la tierra; ya os dará
socorros el Gobierno.
El
cochero, Manuel Campos, contestóme:
—
¡Otra!
¡No
lo crea, señorito!
D. Luis –y
me decía
esto por Morote–
trabajó
como un ángel
por nosotros. ¿Y
qué
nos han dao? Esperanzas, pa desesperarnos luego. ¡Arría
delantera! ¡To
ríes
conmigo! ¡Corre
o me bajo, mala hembra! No, críalo
usté,
señorito;
estamos arruinaicos pa unos años.
Yo
lo haré
todo, yo diré
todo lo que he visto. Pero así
como en los instantes del desastre se escapa solo el alarmado, pasado el momento
primero del espectáculo
que he visto, sólo
tengo espacio para reflejar la impresión.
Y
hablemos de Alhama.
Haciendo
de este párrafo,
no un pedazo con más
o menos arte, sino una petición
a la filantropía
que da y a los gobiernos, que es menester que den, hay que decir en primer
término
que, o se ve qué
se hace con Alhama, o allí
la gente en este invierno se va a morir de hambre.
Toda
España,
conocedora de aquel pueblo, donde se alivia el reuma, es preciso que conozca la
situación
de ahora, en que debe aliviarse la miseria.
En
esas termas, que son un pueblo lacustre, hay entre las dos peñas,
cuya cima está
muy alta, casas cuyos cimientos se hallan a flor de tierra.
Cuando
el Jalón,
que pasa sobre el pueblo, se derrumba en las peñas,
las casas se inundan, se destrozan, se anega el campo y la
recolección
se pierde.
En
las inundaciones éstas
todo ha sido peor. La lluvia fue «despeñamiento
de agua»;
la inundación,
alud; la desdicha, catástrofe.
Alhama está
perdida para muchos años;
no en las casas, que, como valen poco, se levantarán
a poco, sino en los labradíos,
que, como cuestan mucho, mucho tardarán
en reparar sus daños.
Las
calles de Alhama –ya
lo he dicho–
son boyas. Quitando de repente las líneas
de las casas, ¡quién
se figuraría
que aquello fuese un pueblo! Parecería
tan solo un paso difícil
en una cordillera áspera.
¡Y
Ateca! ¡Y
Buvierca! Ya hablaré
de ellos, pobres pueblos, más
desolados aún,
muchísimo
más
que Alhama, para los cuales los elementos no han tenido ninguna
compasión.
Ahora
hablaré
tan solo de la situación
aquella ya descripta, pero la cual, al coger uno la pluma y el papel, es la que
por la vez primera se viene a la memoria.
Lo
lastimoso de estos pueblos, de Buvierca, sobre todo, más
que las pérdidas
materiales, es la sobreexcitación
que reina.
Allí
no se vive, no se duerme, no se come. En cuanto caen dos gotas, ¡se
bajará
el barranco!, se pregunta la gente, y todos se colocan en actitud de
huida.
Por
la noche las familias que viven en doscientas casas, ocupan las cincuenta
más
elevadas del pueblo. A cada instante la gente corre como loca y chilla y grita y
se debate en ansias de fatiga y muerte. Aquello no es vivir.
Ese
Jalón
sin cauce necesita obras, necesita arreglos, necesita diques. Desde Arcos a
Calatayud, esto es, medio Zaragoza, no se vive, porque el Jalón,
hecho para aguas como las del Manzanares y conductor a veces de riadas como las
que trae el Guadalquivir, no tienen muros que contengan y sujeten sus
ímpetus.
Y
así
ha quedado todo. En región
extensísima,
desde Arcos a Calatayud, no se cosechará
en muchos años
más
que el paludismo, fruto de la tierra enfangada. Sobre las ruinas que pesan sobre
esta tierra sin suerte de Aragón,
caen ahora todas las calamidades y todas las desdichas. Se les
arruinó
el fruto del viñedo
y hoy se les arruina lo poco que les queda...
Yo,
fatigado de estos días
de vadear charcas, cruzar barrancos, aguantar lluvias, huir inundaciones, no
puedo aprovechar para este instante las notas de mi cartera, llena de apuntes,
ni los sentimientos de mi corazón,
conmovido por las cosas estas.
Lo
haré
despacio, porque este noble Aragón,
que todo lo sufre, todo lo merece con justicia ahora...
Y
ya demostraré
cómo,
no solo el tiempo inclemente y la tormenta implacable, sino la
administración
y los gobiernos sin cuidado, tienen la culpa de que Alhama se inunde, Buvierca
se sobresalte, Calatayud se arruine, la labor se esterilice, el campo se anegue,
la cosecha se pierda...
Ernesto
López
El
Liberal del 2 de octubre de 1895
LA
COMARCA INUNDADA
(POR
CORREO)
El
trabajo en la tierra,—
El hambre en perspectiva.—
Lo que es necesario.
Zaragoza
29.
En
Buvierca, durante los momentos que he descripto, en que e «barranco
bajaba»
y el agua en masas sin medida lo atropellaba todo, todo lo dominaban con sus
gritos unas cuantas mujeres que se empeñaban
en salvar a un cerdo. Por el campo vi luego, cómo
unos campesinos con agua casi a la cintura y con el empuje encima de la
corriente que los arrastraba, pugnaban por salvar algunas reses.
Y
en Buvierca, y en ese mismo campo, he visto que mientras las mujeres intentaban
la salvación
de un animal, muchos niños,
llorando y aterrados, corrían
pidiendo socorro, que no les daba nadie. El gobernador, Sr. Martínez
del Campo, tuvo que meter a empujones a muchos angelitos en el tren, y tuvo que
impedir por su mano que aquellos campesinos ocuparan con los cerdos el sitio del
convoy, que era tan necesario a las personas.
Esto
no delata la maldad, sino la desdicha humana.
Hay
que ver cómo
viven estas gentes de toda esta región
campesina. Son arrendatarias por parcelas pequeñas
de tierras de propietarios grandes, y recogen al año
dos cosechas: una de trigo, con la que pagan el alquiler de los terrenos, y otra
de patatas, hortalizas y frutas, con cuyo escaso rendimiento se quedan y del
cual sacan para sostener la vida.
Ya
en este año
habían
sacado el trigo con el que pagan, cuando el río
en desbordamiento, y el agua en aluviones, y el torrente en alud, les ha dejado
sin el medio único
de subsistencia; y ya este año,
en las casas de barro llenas por la familia numerosa, muchas veladas no se
encenderá
fuego y muchos días
no se comerá
pan, y para las heladas y las nieves no comprarán
el abrigo, ni la bufanda, ni la manta, ni el zapato de cuero, y la mujer,
extenuada y débil,
matará
al niño
que le tira del pecho sin savia; y los zagales caerán
malos, y la muerte y la ruina entrarán
en la casucha desolada, donde en lugar de hallarse, como en mejores
años,
los frutos y semillas colgando en las paredes o chisporroteando al fuego,
veránse
las señas
de la altura que alcanzaron las aguas, y fuera se verá
también
el campo sin sembrados, esterilizado por el turbión
asesino.
Pasarán
muchos años,
cuatro o cinco lo menos, y aún
las tierras sin gérmenes,
no podrán
rendir frutos. Durante todo ese tiempo, ¿cómo
van a pasar, cómo
van a vivir los campesinos? Huyendo de sus campos, se les verá
en montones pidiendo trabajo al Ayuntamiento y limosna a las gentes en la plaza
de Calatayud o en las calles de Zaragoza; y no hallarán
limosna ni trabajo, porque la ruina general, que quita rendimientos a los
Municipios y les impide ser próvidos,
quitará
rentas al particular, al propietario, y le impedirá
ser generoso.
El
capítulo
de tormentas sigue abierto en las nubes –tan
abierto, que ahora, en tanto que escribo, el cielo se nubla y
amenaza–
pero el de la caridad oficial está
cerrado y este invierno en las casas de barro se carecerá
de pan y sus moradores morirán
de hambre, mirando con angustia la extensión
desierta de su campiña
arrasada.
Toda
la prensa de Zaragoza está
clamando en estos días
porque el Gobierno salte gloriosamente por encima de todas las leyes y de todos
los presupuestos, y vengan sin expedientes y sin trámites
a dar pan a estos pobres que se van a morir de hambre.
Todo
el mundo solicita lo mismo, que es tan imprescindible y es tan
justo.
Ernesto
López
El
Liberal del 5 de octubre de
1895
ARAGON
Impresiones
de un viaje
Lo
he dicho veinte veces en todos estos días,
y por más
que quisiera, no hallaría
para tratar de lo primero que he encontrado en los campos, llenos de feracidad,
de aquella tierra llena de hermosura, otras notas distintas de las del
sentimiento y la tristeza.
El
espectáculo
todo igual, en una comarca toda en ruina, bajo un cielo todo amenazas y con un
campo todo desolación,
no se presta sino a la súplica
para los que necesitan, y el comentario triste para los que
padecen.
El
cuadro es de una tal monotonía
que espanta y que aterra. En mi record por esos pueblos no he visto sino
caseríos
que inundó
el agua, labradíos
que arrasó
el agua, tierras que arrasó
el agua, pobres que arruinó
el agua.
«—Pasaremos
muchos años
de miseria y en muchos años
no nos repondremos; esto es una perdición,
una ruina, un acabóse»—
me dicen en el primer pueblo, en que me paro, Ariza, y como un eco dicen la
misma frase veinte pueblos, y cuando terminado y este récord
tristísimo,
voy a confrontar mis cifras y mis datos en el gobierno civil de Zaragoza, el
gobernador, Martínez
del Campo, enséñame
cien pliegos en los que todo son lamentaciones.
«Se
han perdido las cosechas, se han inundado las habitaciones; si el cauce de este
río
no se cambia, conforme a estudios hechos, todos los años,
y aún
todos los días.
Tendremos el torrente encima y la riada al lado y esta región
perecerá»
–dice
el alcalde de Plasencia de Jalón–
«Se
nos ha roto un puente, se han destruido los azudes vecinales, se ha destrozado
el campo, este vecindario no tiene recursos, ni el Ayuntamiento fondos; si no se
nos socorre, pereceremos»
–repite
el otro alcalde de Monreal de Ariza–
«los
viñedos
no rendirán
nada en muchos años,
las bodegas se han inundado y perdido, los silos, las cuevas sonde
vivían
infinidad de gente pobre, no albergarán
a nadie más;
no es posible vivir si no se nos socorre y si no se hace algo para dominar el
Jalón
indomable»
–sigue
el alcalde del pueblo sin ventura, de Maluenda, y las primeras autoridades de
Alhama, de Paracuellos de la Ribera y de Paracuellos de Giloca, de
Morés,
de Morata, de Terrer, de Cetina, de Calatayud, de Ateca, repiten en cien tonos
estas lamentaciones. En una llave con que cierro los nombres y los daros que me
dieron en el gobierno civil de Zaragoza, encuéntrase
esta frase puesta por mi para concretar en una frase la situación
que se deduce de aquellas quejas del papel de oficio: «locos
todos»;
y realmente locos de dolor están
todos aquellos pobres que en los quince minutos que tardó
en caer la lluvia y en desbordarse el río
y en inundarse el poblado, han perdido el hogar, el sustento, el trabajo,
esclavos irredentos de la colocación
de una montaña
y de la poca capacidad de un río.
A
pocos como a este mío
se le podrá
llamar tan propiamente un viaje de impresiones, eran las mías
de mucha tristeza y de mayor negrura, cuando escapando del barranco aquel
«que
corre, que corre; que baja, que baja; que nos pilla»,
según
decían
los campesinos, íbamos
todos como locos camino de Calatayud.
Pero
al llegar a Zaragoza, ¡qué
cambio de decoración
y qué
consuelos! Es esta tierra aragonesa, no un pueblo como los demás,
sino familia para el forastero que llega. Lleno de agua, lleno de
frío,
calado hasta mi impermeable, con el equipaje perdido, llegué
casi naufrago, donde casi a nadie conocía
y donde me encontré
en un segundo con amigos que me agasajaban, puertas que me franqueaban, brazos
que se me tendían.
Llegué
en la madrugada extraño
y me encontré
al amanecer como en mi casa propia; y siendo yo andaluz, país
que en este Aragón
se cree de exagerados, y siendo nosotros los de Andalucía
gentes que miramos al aragonés
como a un hombre que tiene en cada frase una paradoja y en cada pensamiento una
hipérbole,
me convencí
bien pronto de que así
como no hay cosa tan gemela de la jota robusta como la malagueña
suspirante, nada hay más
parecido que un hijo de esta tierra a un hijo de la mía.
¡Qué
pueblo, Zaragoza! Igual que en Cadiz o en Sevilla, el sol y la luz y la
alegría
no parece que vienen y que surgen, sino que están,
que nacen a diario del caudal del Ebro o de los ojos de las zaragozanas, como en
Sevilla del Guadalquivir y de las hembras de San Bernardo, o en Cadiz del
Océano
y de las mozas del barrio de la Viña.
Sin
querer y en cuanto llega uno a Zaragoza, se es un enamorado de la tierra
vibrante, franca, alegre, llena de voluntad, de fe, de fuerza, de
plétora
en la vida, de exuberancia en el pensamiento, de vivacidad en el ánimo.
¡Cómo
seducen la hermosura del país,
la espontaneidad de la gente, la robustez del habla, la luz de aquellas calles,
la belleza de la población
entera, y sobre todo aquella Pilarica,
chiquitica, blanquica, colocada en el templo en un rincón
de la capilla hermosa con la modestia de las cosas grandes.
Puesto
uno en el Pilar, donde Zaragoza entera, desde la dama al baturro, van a rezar
todos los días
por la mañana
o por la tarde, cree uno, a pesar suyo, y reza como he rezado yo , aunque
tenía
en la evolución
el dogma y el definidor del dogma
en Darwin.
Ya
de regreso, en Santa María
de Huerta, en el palacio de Cerralbo, , un noble que entiende admirablemente
como es y como debe emplearse la nobleza de los pergaminos y del dinero, se lo
contaba yo al marqués,
que resume en la hospitalidad de su casa y en la llaneza de su trato todo el
carácter
de esta tierra aragonesa:
«—No
puede dudarse de Aragón.
Hay poca gente como ésta
tan buena, y como ésta
tan sencilla, y como ésta
tan sincera y espontánea;
un pedazo del alma se queda en esta tierra cuando se marcha uno.»
Y
así
es la verdad; yo, que, sin méritos
ni títulos,
en mi excursión
tan rápida,
encontré
en esta tierra la bienvenida solo dispuesta al hermano, doy desde
aquí
las gracias a Aragón,
a Zaragoza, sobre todo, sin mentar a nadie para no omitir a nadie; y pido con la
sinceridad más
grande de mis ánimos,
que vuestras desdichas, aragoneses, se terminen; que vuestras dudas de ahora se
desvanezcan, y que la clemencia de los cielos ponga medida en esas nubes y la
previsión
de los Gobiernos freno a esos ríos
y a esas montañas
que se desbordan y que arrasan con las aguas los campos; para que en las
campiñas
asoladas no llore la familia del labriego sin pan y sin albergue y para que los
quebrantos de esos pueblos, no repercuta y no aflija y no quite sus
alegrías
que vivifican y sus encantos que seducen a esa capital, a Zaragoza incomparable
y bella, que estará
siempre viva en mi cariño
y mis recuerdos.
Ernesto
López