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Bubierca

Página no oficial de Rodolfo Lacal

Crónicas de Ernesto López
 
Actualizada el 11 de marzo de 2012

 

Las gravisimas inundaciones del río Jalón en septiembre de 1895 pueden ser contadas en base a los telegramas y cartas que los periódicos recibían cada día sobre sus efectos, o pueden ser contadas agrupando las crónicas del corresponsal que El Liberal envió a la zona en cuanto se supo de la tragedia. Es esto último lo que a continuación transcribo: las crónicas que Ernesto López, redactor de El Liberal iba enviando desde la zona y se iban publicando. De momento no voy a hacer comentarios propios. Los añadiré en un par de semanas cuando tenga mejor digerida toda la información que en esos artículos se transmite. Si alguien quiere hacer comentarios para que los añada, serán bien recibidos.

 

El Liberal 26 de septiembre de 1895 

 

Anoche salió para visitar los principales puntos inundados de la linea de Zaragoza, nuestro querido compañero de redacción D. Ernesto Lopez.

 

El Liberal 27 de septiembre de 1895

 

LAS TORMENTAS

EN ARIZA

(De nuestro redactor corresponsal)

 

Contra lo que esperábamos, vinimos anoche hasta Ariza, en vez de detenernos en Arcos. Llegamos a las dos y pico de la madrugada. Desde Arcos hasta aquí la locomotora vino muy despacio, deteniéndose a menudo, registrando y reconociendo la vía, cuyas cortaduras recientes apenas han sido arregladas y puestas en disposición de que puedan circular los trenes.

 

Éstas cortaduras de todo este trayecto han sido de consideración escasa.

 

Una en el kilómetro 181, en Arcos, que se arregló enseguida; otra en el 198. Esta fue importante. El agua arrastro la vía a una distancia de 168 m. Por fortuna, no quedó muy destrozado el terraplén y ayer mismo pudo ser reparada la avería.

 

Dónde ésta es realmente grande, y muestra la fuerza y el empuje de las aguas, es aquí, en Ariza, a dos kilómetros y pico de la estación.

 

Cuando llegué yo anoche me dieron algunas impresiones, que no sirven para formar idea de lo que la cosa es en realidad.

 

El jefe de estación, D. Ignacio Zúñiga, ha sido para mí una providencia, y el jefe de sección de vía y obras, D. Cristóbal La Huerta, otra; y el dueño de la fonda de Ariza y del balneario de San Roque, D. Manuel González, otra.

 

La primera, el jefe de estación, me acompañó anoche mientras cenaba y me prometió facilidades para mis excursiones de hoy, y luego, a las cuatro, me metió en un coche de primera, donde me dormí como un lirón, para que me despertaran a las 5:30 y me dispusiera a montar en la máquina que ha ido a la cortadura.

 

Salimos a las seis; En la locomotora íbamos el jefe de sección Sr.La Huerta, un hijo de éste, el maquinista Sr. Heredia, el alcalde de Ariza, Sr. Santa Úrsula, el asentador Muñoz y yo.

 

Marchamos después sobre los raíles descarnados y por en medio de la extensión fangosa, llena de légamo, de charcas, de de ramas y de piedras y de troncos.

 

A nuestra izquierda, y a un costado también de la estación, quedaba esta tierra del baldosín, Ariza, que con sus casas puestas pintorescamente en la falda de un cerro, puede reírse de todas las crecidas del Jalón y de todos los desbordamientos del Pellejero, barranco de ordinario, riachuelo a veces, torrente en estos días, que ha abierto ahí, en la línea, el boquerón enorme. A la derecha vemos campos medio arrastrados; y A la izquierda otra vez, más adelante, el bosquecillo junto al cual está la cortadura.

 

Al llegar al kilómetro 208 hallamos  hondonada de ésta y a un centenar de los baturros de Blasco, que acarreaban tierra en unos cestos para llenar el hueco hecho por las aguas. Es casi inconcebible la labor que ha hecho la corriente. Para cruzar el Pellejero hay un puente de fábrica, por cuyos ojos pasa el caudal de aquellas.

 

La noche del 23 la riada impetuosa trajo, no sé de dónde, unos troncos grandísimos y los arrojó contra el puente, obstruyéndole el paso. La mampostería resistía, y las aguas, buscando la salida, dieron un empujón hacia adelante, y por delante se llevaron el terraplén, continuación del puente, dejando esta boyanca de 25 m de larga y de ocho de profundidad. Las tierras y las piedras del terraplén, los raíles y las traviesas, fueron a parar a más de 2000 m de distancia.

 

El puente también ha sufrido. Las aguas destrozaron la coronación y un trozo de muro.

 

Por muchos esfuerzos que se hagan y por mucho que se trabaje, la vía no podrá estar recompuesta hasta el 28. El ingeniero piensa en ver la forma de echar un puentecillo en el barranco, para que se hagan los transbordos; pero esto es muy difícil, porque el terreno está muy malo, y aquí, además, no hay los coches que harían falta.

 

Después de esta visita hemos retrocedido a Ariza en la misma máquina y con las mismas precauciones. Son las ocho, y dentro de una hora saldré para Alhama, en un carruaje del Sr. González.

 

Aquí es donde el agua, según me dicen, ha hecho horrores, y salvo la falta de desgracias personales, la inundación ha recibido el carácter de una catástrofe verdadera. Medio pueblo está destrozado y hundido, y sólo un balneario ha escapado sin daño y sin desperfectos. De Alhama iré en caballería, las únicas que pueden transitar por esos sitios, a Buvierca, y luego regresaré aquí para irme a Santa María de Huerta, donde también hay algo que hacer.

 

Ernesto López

 

El Liberal 28 de septiembre de 1895

 

LA COMARCA INUNDADA

CONFERENCIA TELEFÓNICA

ZaragozaMadrid

 

(DE NUESTRO REDACTOR CORRESPONSAL)

 

Zaragoza 27 (10,50 n.)

 

El jueves 26, a las ocho de la mañana, salimos de Ariza. Ibamos a Alhama.

 

Los campos que se extienden junto a la carretera presentaban aspecto desolador.

 

Todo ello era una masa de légamo apelmazada, compacta, que denunciaba la importancia de la inundación y la ruina total de los labradores.:

 

El día, hermosísimo, sin nubes, parecía indicar el término de las tormentas. El Jalón corría a nuestra derecha, casi sin agua, pareciéndose al Manzanares, como si en su vida hubiera roto un puente.

 

A las once de la mañana atravesamos el pueblecito de Contamina. Este, como su vecino, que habíamos pasado antes, estaba completamente lleno de fango y lodo. Las casas han sufrido poco; los campos se han perdido por completo. Pero el espectáculo desolador, conmovedor, espantable, es el que ofrece Alhama.

 

Corre el Jalón, por un cauce artificial de piedras, algunos metros sobre el pueblo. El 23, día de la inundación, se desbordó, cayendo, no como torrente, sino como masa de agua, tupida, compacta, inmensa.

 

Todo el pueblo se inundó en un segundo; todas las casas se inundaron, alcanzando las aguas una altura de cinco metros. Las gentes pobres, despavoridas, abandonaban su casucha de tierra, dando alaridos, huyendo a refugiarse en la montaña.

 

Los balnearios Lerma y Guajardo inundáronse en un segundo. La guardia civil, con gran heroísmo, entraba en los balnearios con agua hasta el pecho, y en sillas, sobre sus cabezas transportaban a los bañistas.

 

Cuando las aguas subieron demasiado, los bañistas tirábanse de los balcones, recogiéndolos de abajo.

 

Los destrozos son imponderables en los balnearios Guajardo y Lerma, que están inundados y sus jardines arrasados.

 

En la iglesia quedaron arrancados los tableros del altar, los confesionarios, las puertas, las imágenes, todo.

 

Yo, esta mañana, al entrar en el pueblo, vi una masa inmensa de hombres y mujeres medio vestidas, sacando fango de las casas y procurando quitarlo de las calles, que no eran calles sino barrancos peligrosos, profundos, de tal manera el agua destruyó, rompió y lo aniquiló todo.

 

Milagro patente ha sido que no mueran cientos de personas. Con abnegación imponderable, las autoridades prestaron desde el primer momento toda suerte de auxilios.

 

El gobernador de Zaragoza, Sr. Martínez del Campo, acudió con los diputados provinciales, los médicos, el presidente de la Cruz Roja, Sr. Selma, médico distinguido de Zaragoza y el personal a sus órdenes. Repartieron socorros, 250 pesetas y ropa. En Ateca dieron cien prendas de ropa. En Alhama otras cien.

 

En Ateca encontró el gobernador al obispo de Tarazona, que dio 200 pesetas para el pueblo, 200 para Alhama, y vino aquí con el gobernador, marchando el obispo ayer.

 

Al llegar yo a Alhama me hospedé en el balneario de San Roque, propiedad del Sr. González, que estuvo deferentísimo conmigo.

 

Aquí, donde no llegó la inundación por ser sitio elevado, vi al gobernador, marchándome a caballo a recorrer los alrededores, y volví a la una de la tarde. Mientras almorzaba el gobernador, me llamó. Díjome que se marchaba a las dos de la tarde, dejando constituida una Junta de socorros formada por el alcalde, el juez municipal y el cura, para repartir los auxilios, más de 500 pesetas del Ayuntamiento de Zaragoza, cuya mitad correspondía a Alhama y la otra mitad a Ateca.

 

El gobernador me preguntó lo que pensaba hacer. Díjele que marchar a caballo a Ateca y demás pueblos inundados.Le alcanzará a usted el agua dijo. Esta el día hermoso le contesté.Esta tarde -repuso- tendremos temporal; véngase conmigo. Acepté.

 

A las dos de la tarde subimos al carruaje. Camino de Buvierca, y cerca de este pueblo, el cielo se encapotó y empezó a caer una lluvia enorme, colosal, sin medida; nuestro carruaje parecía hundirse bajo el peso de la lluvia. Veíanse a nuestro lado cortaduras enormes en la vía férrea, donde las brigadas de obreros que trabajaban huían espantadas.

 

Por las montañas bajaba el agua, no digo a torrentes, no hago comparaciones, no digo nada, sino que bajaba el agua con rapidez, en cantidad que no puede comprenderse sino viéndolo.

 

Llegamos a Buvierca y nos refugiamos en los andenes. El tren estaba próximo a salir para Zaragoza. Había bastante gente.

 

Próximamente a las cuatro de la tarde se oyó un grito espantable. ¡El barranco baja! ¡El agua viene! Y se vio en las montañas que rodean el pueblo masas enormes de agua que corrían, trotaban, galopaban, crujían como cosas conscientes dispuestas a tragárselo todo.

 

Las escenas no puedo narrarlas. La gente corría en todas direcciones; unos gritaban, otros lloraban, otras se desmayaban. Algunas mujeres hincábanse de rodillas, dando cara al torrente, como suplicándole.

 

Otra muestra rara del modo de ser de estos campesinos. Olvidábanlo todo para intentar salvar un cerdo o una vaca. ¡Qué desolación, qué espanto, qué débâcle! Todos gritaban, todos corrían en todas direcciones; nadie sabía qué hacer.

 

El gobernador era el único que con el Sr. Selma, médico de la Cruz Roja, no perdía la serenidad y poníase ante el peligro. Viendo éste inminente, el gobernador dio un grito: ¡Al tren!, intentando salvar las vidas que se pudieran.

 

No olvidaré nunca ciertos cuadros; no olvidaré nunca la expresión de espanto de la hermosa y distinguidísima esposa del Sr. Selma.

 

Los niños y las mujeres eran metidos a empujones en el tren. Muchos niños fueron embarcados, y sus madres, que no cabían ya, quedábanse. Hubo escenas horripilantes.

 

El gobernador subió el último, cuando el agua nos lamía ya los pies, y el tren partió, huyendo, silbando, como espantado, mientras aún se oían los gritos de la gente del pueblo. Corría el tren, pero más corría el agua, que nos alcanzaba y nos rodeaba. Al entrar y salir de los túneles veíamos torrentes encima.

 

En el puente de Terrer, el caudal de agua que nos sigue es enorme.

 

Llegamos a Ateca esperando refugiarnos allí. Es imposible. La inundación aquí también es mayor que la de días anteriores. Hay que irse.

 

El gobernador dispone que el tren parta; él se queda. Dispone que se vayan todos menos la guardia civil. Dispone también que la Sanidad se vaya, puesto que el agua se llevó la ambulancia en Buvierca.

 

Selma y yo no queremos venirnos. El gobernador nos ordena partir, y que Selma vaya a Zaragoza por material sanitario.

 

Usted me dice a mi, pues quería telefonear desde Zaragoza váyase al teléfono.

 

Parte el tren, y hasta Calatayud nos sigue el agua.

 

Ernesto López.

 

El Liberal del 1 de octubre de 1895

 

LA COMARCA INUNDADA

(POR CORREO)

 

Zaragoza 28

 

¿Detalles? No puedo dar más de los pocos telefoneados. La desgracia no sabe inventariar, ni especifica, aplasta. Y esto ocurrido en esos pueblos sin ventura, Ariza, Alhama, Cetina, Contamina, Buvierca, Ateca, Calatayud, antes que el inventario, que necesita tiempo, y que la clasificación, que pide tranquilidad y espacio, reclama la compasión, que es obra de un instante; llama a la caridad, que es obra de un minuto.

 

Yo diré algo de cómo ese Jalón, esterilizador o germen de frutos y desdichas, según las lluvias y los tiempos, ha podido hacer en un segundo, de una comarca tan feraz, una región tan desolada.

 

Nublóse un día. Los campesinos, en espera del Dios a quien suplican una protección siempre esperada, pensaron que una lluvia fructuosa iba a enriquecer los frutos que en las riberas del Jalón hacen ondear las hojas siempre verdes sobre los troncos siempre erguidos.

 

No recordaron, no, las gentes de estos campos, que el agua que fecunda cámbiase muchas veces para ellos en alud tormentoso, y que el torrente mismo que engorda los perales, si trae mucha fuerza, arrasa los sembrados de patatas, y los de maíz, y los de cebolla, y los de trigo.

 

En los sembrados hacíase la labor sin descansos y sin miedos. El buey araba, el labrador cavaba, la tierra entera era objeto de los cuidados y los mimos con que a toda Naturaleza productora de tierra o de carne, se la cuida en los dí que anteceden al parto, sin que sospeche nadie que la criatura hermosa o la cosecha espléndida pueden descomponerse y arruinarse por los horrores de una crisis en las desesperaciones de un aborto...

 

Y así fue, sin embargo. El sol que matizaba las hojas dejó puesto a las nubes que ensombrecen la tierra, y la lluvia vino, y los barrancos vomitaron agua, y las vertientes inventaron ríos, y la labor de meses perdióse en un segundo, y el campo fecundado con gotas de sudor fue anulado y perdido con torrentes de agua...

 

En Ariza fue poco. Poco, porque en los casos estos toda persona debe convertirse en aquel rey de Francia que se hallaba contento en la derrota, porque salvaba en ella la vida y el honor; y Ariza, que perdió sus heredades, ni perdió sus casas, ni perdió sus vidas.

 

¡Pero Cetina, Contamina, Alhama!...

 

Por la carretera rota, llena de hendiduras y de baches, se veía la extensión del campo inmenso convertido en fango. Los caseríos hundidos hallábanse sin gente, las chozas en ruina danzaban a pedazos por donde quiso llevarlas la riada; el légamo, cubriéndolo todo, había sucedido a la flor que todo lo adornaba, y el agua malsana que calaba la tierra, había podrido las raíces.

 

El mayoral de mi coche, gran filósofo, gran hablador, gran labrador y gran cochero, decíame cada cinco minutos, después de emplear diez por lo menos en preguntarme por Morote:

 

Créame rediós, esto sá perdío. Miusté qué campos, miusté la labraición. Ná, que la Providencia mus deja. La Pilarica ya no se acuerda de nosotros porque diquí a diez años en este  campo no se coge una papa.

 

Y como yo le dijera:

 

Ya se arreglará todo; ya se desecará la tierra; ya os dará socorros el Gobierno.

 

El cochero, Manuel Campos, contestóme:

 

¡Otra! ¡No lo crea, señorito! D. Luis y me decía esto por Morote trabajó como un ángel por nosotros. ¿Y qué nos han dao? Esperanzas, pa desesperarnos luego. ¡Arría delantera! ¡To ríes conmigo! ¡Corre o me bajo, mala hembra! No, críalo usté, señorito; estamos arruinaicos pa unos años.

 

Yo lo haré todo, yo diré todo lo que he visto. Pero así como en los instantes del desastre se escapa solo el alarmado, pasado el momento primero del espectáculo que he visto, sólo tengo espacio para reflejar la impresión.

 

Y hablemos de Alhama.

 

Haciendo de este párrafo, no un pedazo con más o menos arte, sino una petición a la filantropía que da y a los gobiernos, que es menester que den, hay que decir en primer término que, o se ve qué se hace con Alhama, o allí la gente en este invierno se va a morir de hambre.

 

Toda España, conocedora de aquel pueblo, donde se alivia el reuma, es preciso que conozca la situación de ahora, en que debe aliviarse la miseria.

 

En esas termas, que son un pueblo lacustre, hay entre las dos peñas, cuya cima está muy alta, casas cuyos cimientos se hallan a flor de tierra.

 

Cuando el Jalón, que pasa sobre el pueblo, se derrumba en las peñas, las casas se inundan, se destrozan, se anega el campo y la recolección se pierde.

 

En las inundaciones éstas todo ha sido peor. La lluvia fue «despeñamiento de agua»; la inundación, alud; la desdicha, catástrofe. Alhama está perdida para muchos años; no en las casas, que, como valen poco, se levantarán a poco, sino en los labradíos, que, como cuestan mucho, mucho tardarán en reparar sus daños.

 

Las calles de Alhama ya lo he dicho son boyas. Quitando de repente las líneas de las casas, ¡quién se figuraría que aquello fuese un pueblo! Parecería tan solo un paso difícil en una cordillera áspera.

 

¡Y Ateca! ¡Y Buvierca! Ya hablaré de ellos, pobres pueblos, más desolados aún, muchísimo más que Alhama, para los cuales los elementos no han tenido ninguna compasión.

 

Ahora hablaré tan solo de la situación aquella ya descripta, pero la cual, al coger uno la pluma y el papel, es la que por la vez primera se viene a la memoria.

 

Lo lastimoso de estos pueblos, de Buvierca, sobre todo, más que las pérdidas materiales, es la sobreexcitación que reina.

 

Allí no se vive, no se duerme, no se come. En cuanto caen dos gotas, ¡se bajará el barranco!, se pregunta la gente, y todos se colocan en actitud de huida.

 

Por la noche las familias que viven en doscientas casas, ocupan las cincuenta más elevadas del pueblo. A cada instante la gente corre como loca y chilla y grita y se debate en ansias de fatiga y muerte. Aquello no es vivir.

 

Ese Jalón sin cauce necesita obras, necesita arreglos, necesita diques. Desde Arcos a Calatayud, esto es, medio Zaragoza, no se vive, porque el Jalón, hecho para aguas como las del Manzanares y conductor a veces de riadas como las que trae el Guadalquivir, no tienen muros que contengan y sujeten sus ímpetus.

 

Y así ha quedado todo. En región extensísima, desde Arcos a Calatayud, no se cosechará en muchos años más que el paludismo, fruto de la tierra enfangada. Sobre las ruinas que pesan sobre esta tierra sin suerte de Aragón, caen ahora todas las calamidades y todas las desdichas. Se les arruinó el fruto del viñedo y hoy se les arruina lo poco que les queda...

 

Yo, fatigado de estos días de vadear charcas, cruzar barrancos, aguantar lluvias, huir inundaciones, no puedo aprovechar para este instante las notas de mi cartera, llena de apuntes, ni los sentimientos de mi corazón, conmovido por las cosas estas.

 

Lo haré despacio, porque este noble Aragón, que todo lo sufre, todo lo merece con justicia ahora...

 

Y ya demostraré cómo, no solo el tiempo inclemente y la tormenta implacable, sino la administración y los gobiernos sin cuidado, tienen la culpa de que Alhama se inunde, Buvierca se sobresalte, Calatayud se arruine, la labor se esterilice, el campo se anegue, la cosecha se pierda...

 

Ernesto López

 

El Liberal del 2 de octubre de 1895

 

LA COMARCA INUNDADA

(POR CORREO)

 

El trabajo en la tierra, El hambre en perspectiva. Lo que es necesario.

 

Zaragoza 29.

 

En Buvierca, durante los momentos que he descripto, en que e «barranco bajaba» y el agua en masas sin medida lo atropellaba todo, todo lo dominaban con sus gritos unas cuantas mujeres que se empeñaban en salvar a un cerdo. Por el campo vi luego, cómo unos campesinos con agua casi a la cintura y con el empuje encima de la corriente que los arrastraba, pugnaban por salvar algunas reses.

 

Y en Buvierca, y en ese mismo campo, he visto que mientras las mujeres intentaban la salvación de un animal, muchos niños, llorando y aterrados, corrían pidiendo socorro, que no les daba nadie. El gobernador, Sr. Martínez del Campo, tuvo que meter a empujones a muchos angelitos en el tren, y tuvo que impedir por su mano que aquellos campesinos ocuparan con los cerdos el sitio del convoy, que era tan necesario a las personas.

 

Esto no delata la maldad, sino la desdicha humana.

 

Hay que ver cómo viven estas gentes de toda esta región campesina. Son arrendatarias por parcelas pequeñas de tierras de propietarios grandes, y recogen al año dos cosechas: una de trigo, con la que pagan el alquiler de los terrenos, y otra de patatas, hortalizas y frutas, con cuyo escaso rendimiento se quedan y del cual sacan para sostener la vida.

 

Ya en este año habían sacado el trigo con el que pagan, cuando el río en desbordamiento, y el agua en aluviones, y el torrente en alud, les ha dejado sin el medio único de subsistencia; y ya este año, en las casas de barro llenas por la familia numerosa, muchas veladas no se encenderá fuego y muchos días no se comerá pan, y para las heladas y las nieves no comprarán el abrigo, ni la bufanda, ni la manta, ni el zapato de cuero, y la mujer, extenuada y débil, matará al niño que le tira del pecho sin savia; y los zagales caerán malos, y la muerte y la ruina entrarán en la casucha desolada, donde en lugar de hallarse, como en mejores años, los frutos y semillas colgando en las paredes o chisporroteando al fuego, veránse las señas de la altura que alcanzaron las aguas, y fuera se verá también el campo sin sembrados, esterilizado por el turbión asesino.

 

Pasarán muchos años, cuatro o cinco lo menos, y aún las tierras sin gérmenes, no podrán rendir frutos. Durante todo ese tiempo, ¿cómo van a pasar, cómo van a vivir los campesinos? Huyendo de sus campos, se les verá en montones pidiendo trabajo al Ayuntamiento y limosna a las gentes en la plaza de Calatayud o en las calles de Zaragoza; y no hallarán limosna ni trabajo, porque la ruina general, que quita rendimientos a los Municipios y les impide ser próvidos, quitará rentas al particular, al propietario, y le impedirá ser generoso.

 

El capítulo de tormentas sigue abierto en las nubes tan abierto, que ahora, en tanto que escribo, el cielo se nubla y amenaza pero el de la caridad oficial está cerrado y este invierno en las casas de barro se carecerá de pan y sus moradores morirán de hambre, mirando con angustia la extensión desierta de su campiña arrasada.

 

Toda la prensa de Zaragoza está clamando en estos días porque el Gobierno salte gloriosamente por encima de todas las leyes y de todos los presupuestos, y vengan sin expedientes y sin trámites a dar pan a estos pobres que se van a morir de hambre.

 

Todo el mundo solicita lo mismo, que es tan imprescindible y es tan justo.

 

Ernesto López

 

El Liberal  del 5 de octubre de 1895

 

ARAGON

 

Impresiones de un viaje

 

Lo he dicho veinte veces en todos estos días, y por más que quisiera, no hallaría para tratar de lo primero que he encontrado en los campos, llenos de feracidad, de aquella tierra llena de hermosura, otras notas distintas de las del sentimiento y la tristeza.

 

El espectáculo todo igual, en una comarca toda en ruina, bajo un cielo todo amenazas y con un campo todo desolación, no se presta sino a la súplica para los que necesitan, y el comentario triste para los que padecen.

 

El cuadro es de una tal monotonía que espanta y que aterra. En mi record por esos pueblos no he visto sino caseríos que inundó el agua, labradíos que arrasó el agua, tierras que arrasó el agua, pobres que arruinó el agua.

 

«—Pasaremos muchos años de miseria y en muchos años no nos repondremos; esto es una perdición, una ruina, un acabóse»— me dicen en el primer pueblo, en que me paro, Ariza, y como un eco dicen la misma frase veinte pueblos, y cuando terminado y este récord tristísimo, voy a confrontar mis cifras y mis datos en el gobierno civil de Zaragoza, el gobernador, Martínez del Campo, enséñame cien pliegos en los que todo son lamentaciones.

 

«Se han perdido las cosechas, se han inundado las habitaciones; si el cauce de este río no se cambia, conforme a estudios hechos, todos los años, y aún todos los días. Tendremos el torrente encima y la riada al lado y esta región perecerá» dice el alcalde de Plasencia de Jalón «Se nos ha roto un puente, se han destruido los azudes vecinales, se ha destrozado el campo, este vecindario no tiene recursos, ni el Ayuntamiento fondos; si no se nos socorre, pereceremos» repite el otro alcalde de Monreal de Ariza «los viñedos no rendirán nada en muchos años, las bodegas se han inundado y perdido, los silos, las cuevas sonde vivían infinidad de gente pobre, no albergarán a nadie más; no es posible vivir si no se nos socorre y si no se hace algo para dominar el Jalón indomable» sigue el alcalde del pueblo sin ventura, de Maluenda, y las primeras autoridades de Alhama, de Paracuellos de la Ribera y de Paracuellos de Giloca, de Morés, de Morata, de Terrer, de Cetina, de Calatayud, de Ateca, repiten en cien tonos estas lamentaciones. En una llave con que cierro los nombres y los daros que me dieron en el gobierno civil de Zaragoza, encuéntrase esta frase puesta por mi para concretar en una frase la situación que se deduce de aquellas quejas del papel de oficio: «locos todos»; y realmente locos de dolor están todos aquellos pobres que en los quince minutos que tardó en caer la lluvia y en desbordarse el río y en inundarse el poblado, han perdido el hogar, el sustento, el trabajo, esclavos irredentos de la colocación de una montaña y de la poca capacidad de un río.

 

A pocos como a este mío se le podrá llamar tan propiamente un viaje de impresiones, eran las mías de mucha tristeza y de mayor negrura, cuando escapando del barranco aquel «que corre, que corre; que baja, que baja; que nos pilla», según decían los campesinos, íbamos todos como locos camino de Calatayud.

 

Pero al llegar a Zaragoza, ¡qué cambio de decoración y qué consuelos! Es esta tierra aragonesa, no un pueblo como los demás, sino familia para el forastero que llega. Lleno de agua, lleno de frío, calado hasta mi impermeable, con el equipaje perdido, llegué casi naufrago, donde casi a nadie conocía y donde me encontré en un segundo con amigos que me agasajaban, puertas que me franqueaban, brazos que se me tendían.

 

Llegué en la madrugada extraño y me encontré al amanecer como en mi casa propia; y siendo yo andaluz, país que en este Aragón se cree de exagerados, y siendo nosotros los de Andalucía gentes que miramos al aragonés como a un hombre que tiene en cada frase una paradoja y en cada pensamiento una hipérbole, me convencí bien pronto de que así como no hay cosa tan gemela de la jota robusta como la malagueña suspirante, nada hay más parecido que un hijo de esta tierra a un hijo de la mía.

 

¡Qué pueblo, Zaragoza! Igual que en Cadiz o en Sevilla, el sol y la luz y la alegría no parece que vienen y que surgen, sino que están, que nacen a diario del caudal del Ebro o de los ojos de las zaragozanas, como en Sevilla del Guadalquivir y de las hembras de San Bernardo, o en Cadiz del Océano y de las mozas del barrio de la Viña.

 

Sin querer y en cuanto llega uno a Zaragoza, se es un enamorado de la tierra vibrante, franca, alegre, llena de voluntad, de fe, de fuerza, de plétora en la vida, de exuberancia en el pensamiento, de vivacidad en el ánimo.

 

¡Cómo seducen la hermosura del país, la espontaneidad de la gente, la robustez del habla, la luz de aquellas calles, la belleza de la población entera, y sobre todo aquella Pilarica, chiquitica, blanquica, colocada en el templo en un rincón de la capilla hermosa con la modestia de las cosas grandes.

 

Puesto uno en el Pilar, donde Zaragoza entera, desde la dama al baturro, van a rezar todos los días por la mañana o por la tarde, cree uno, a pesar suyo, y reza como he rezado yo , aunque tenía en la evolución el dogma y el definidor del dogma  en Darwin.

 

Ya de regreso, en Santa María de Huerta, en el palacio de Cerralbo, , un noble que entiende admirablemente como es y como debe emplearse la nobleza de los pergaminos y del dinero, se lo contaba yo al marqués, que resume en la hospitalidad de su casa y en la llaneza de su trato todo el carácter de esta tierra aragonesa:

 

«—No puede dudarse de Aragón. Hay poca gente como ésta tan buena, y como ésta tan sencilla, y como ésta tan sincera y espontánea; un pedazo del alma se queda en esta tierra cuando se marcha uno.»

 

Y así es la verdad; yo, que, sin méritos ni títulos, en mi excursión tan rápida, encontré en esta tierra la bienvenida solo dispuesta al hermano, doy desde aquí las gracias a Aragón, a Zaragoza, sobre todo, sin mentar a nadie para no omitir a nadie; y pido con la sinceridad más grande de mis ánimos, que vuestras desdichas, aragoneses, se terminen; que vuestras dudas de ahora se desvanezcan, y que la clemencia de los cielos ponga medida en esas nubes y la previsión de los Gobiernos freno a esos ríos y a esas montañas que se desbordan y que arrasan con las aguas los campos; para que en las campiñas asoladas no llore la familia del labriego sin pan y sin albergue y para que los quebrantos de esos pueblos, no repercuta y no aflija y no quite sus alegrías que vivifican y sus encantos que seducen a esa capital, a Zaragoza incomparable y bella, que estará siempre viva en mi cariño y mis recuerdos.

 

Ernesto López

 

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